En estos días de debates y programas electorales una tragedia ha hecho que volvamos los ojos a París con una profunda sensación de tristeza e impotencia: un incendio, pavoroso, espectacular, destruía la aguja y la techumbre de uno de sus monumentos más emblemáticos: la catedral de Notre Dame. Imágenes más propias de una película de ciencia ficción nos ofrecían el desastre de llamas y humo que reducía a cenizas parte de una joya artística de un valor incalculable.
Notre Dame ha sido testigo, a lo largo de su longeva existencia, de algunos de los acontecimientos fundamentales de la Historia de Francia y, por extensión, de Europa. Pero, además, es la protagonista de una de las obras más singulares y poderosas de la literatura gala: “Nuestra Señora de París”, escrita en 1831, a la edad de 29 años, por el gran Víctor Hugo (Besançon 1802 – París 1885).
Por aquel entonces el autor de “Los miserables” había probado suerte en el teatro (“Cromwell”, “Hernani”), en la poesía (“Odas y baladas”) y en la novela (“Han de Islandia”, “Último día de un condenado a muerte”), aunque aún no había alcanzado la fama que sí conocería después. Abanderado de la nueva estética que recorría Europa en esos días, el Romanticismo, se embarcó en la escritura de una novela que defendiese y alabase no solo la seo parisina, denostada incomprensiblemente por sus conciudadanos hasta el punto de quererla demoler, sino también el estilo artístico al que pertenece: el gótico. Víctor Hugo lo hizo mediante una historia coral, donde las desventuras de los personajes que pueblan ese París imaginario de 1482 (Esmeralda la gitana, el archidiácono Claude Frollo, el capitán Febo de Chateaupers y, por supuesto, el jorobado Quasimodo, entre otros) se entremezclan y desarrollan ante los ojos de la auténtica protagonista del relato, que no es sino la propia catedral. A este respecto Hugo le dedica uno de los capítulos más deslumbrantes de la novela, aquel en el que la va describiendo minuciosamente, página a página, como un arquitecto que fuese levantando sus muros, sus arcadas, sus chapiteles y sus gárgolas con admiración y destreza.
Casi doscientos años después de su publicación, “Nuestra Señora de París” sigue vigente en el imaginario colectivo como una obra inmortal de la literatura, gracias a espectáculos de todo tipo (cine, teatro…) relacionados con ella.
Tan inmortal como es y será, a pesar de tan dramático incendio, la catedral de Notre Dame.