Desde siempre he querido que me regalasen un árbol. Cuando fui niño era el sueño que más veces tenía y confieso que, al llegar a la adolescencia, se convirtió en una auténtica obsesión. Por Navidades mis padres me preguntaban cuál era el regalo que quería para Reyes y yo les machacaba, incansable: “pero si ya lo sabéis: un árbol”. Ellos se miraban y luego volvían las cabezas hacia mí: “hijo, ¿no ves que es imposible tener un árbol en casa? Vivimos en un piso. Sería muy diferente si lo hiciésemos en un adosado o una finca”, replicaba mi padre. “Piensa un poco. ¿Dónde lo pondrías? ¿Acaso levantarías el parqué del suelo para plantarlo, ¿eh?”. “Es ridículo”, zanjaba mi madre, “mientras vivamos aquí nunca habrá árbol más que el de Navidad”.
A pesar de tan constantes negativas, nunca di por perdida la ilusión de tener un árbol en casa. Imaginaba que, algún día, tendría las ramas de un majestuoso nogal cruzando mi habitación o el nudoso y venerable tronco de un roble sosteniendo el techo de la sala como si fuese un hermoso pilar de madera sobre el que descansa la bóveda de una capilla. Menciono estos dos árboles porque son los que más me gustan, pero tampoco hago ascos a un castaño, por sus bellas flores, o a un manzano o un peral, por sus frutos.
En respuesta al hipotético lugar donde le ubicaríamos, se me ocurrían muchas opciones, pues nuestra casa tiene la suficiente amplitud para albergar un árbol, y dos y tres (con lo que la excusa de que no hay espacio ha quedado reducida a lo que es: una vulgar patraña). Por ejemplo, colocaría al árbol en una de las esquinas del cuarto de invitados, junto a la ventana; o en la salita, pegado a la estantería de los libros; o en la terraza, casi al final, o en mi habitación, al lado de la litera. Creo que en ninguno de esos sitios estaría de más, al contrario. Pero, aún así, mis padres no han accedido a comprar uno jamás.
Hasta hace una semana. Sí, porque mi padre se ha comprometido, para mi sorpresa, a adquirir un árbol. Ignoro las razones por las que ha cambiado tan radicalmente de parecer, pero hace ocho días, el martes pasado, dijo que ya no tendría que pedir un árbol por navidades porque iba a traérmelo. No lo creí cuando se lo escuché y me abalancé sobre él para agarrotarle con un abrazo. Mientras lo apretujaba, le pregunté de qué clase era y dijo que él no entendía de árboles, que sólo podía contarme que sería uno magnífico y que, seguro, estaría encantado con él. Nada más.
En todo este tiempo no he dejado de darle vueltas a lo del árbol y me he tomado la molestia de plantearme algunas preguntas que no le hice a mi padre por temor a estropear el momento: cómo había conseguido convencer a mi madre, dónde pensaba colocarlo o cuánto dinero le iba a costar. Supongo que la importancia de estas cuestiones desaparecerá en cuanto las hojas verdes floten sobre mí, pero por más que he vuelto sobre ellas, no he hallado ninguna respuesta convincente.
Llega el día. Esta noche apenas he dormido: la emoción me ha mantenido despierto sobre la cama y lo único de lo que me he preocupado ha sido de poner el edredón como debía cuando me he levantado. Al regresar mi padre de trabajar, a media tarde, lo he recibido con un exagerado temblequeo de excitación. Corro a abrazarlo de nuevo y, ante mi embestida, sonríe y se deja atrapar. “Calma, hijo, calma”. “El árbol, ¿dónde está? No veo que traigas ninguno”. Porque, en contra de lo que espero, mi padre no lleva ningún cono alargado envuelto en papel, con hojas saliendo por los bordes. “Pues claro que tengo uno”, dice. “Está aquí, mira”. Introduce la mano en uno de los bolsillos de su gabán y extrae una cajita de colores, con un lazo azul cruzándola de lado a lado. El brillo alegre en los ojos de mi padre no se corresponde con la mirada desilusionada de los míos. Pregunto qué es eso y responde: “Tu regalo, ¿qué va a ser? El árbol”. Acto seguido, desenrolla el paquete, abre la cajita y allí, ante los dos pares de ojos, se despereza un pequeño bonsái, el tronco retorcido sosteniendo la copa de hojas microscópicas. Mi padre me lo tiende, satisfecho, y se gira, dejándome a solas con él. Y yo me quedo con cara de tonto, burlado, paralizado, mientras sostengo las ramas y las hojas y le echo una larga mirada que combina a partes iguales una rabia furibunda con una compasiva extrañeza.
Foto: Glendalough Lake, Irlanda (Pablo Díaz).