Desde finales del siglo XIX y hasta la conclusión de la Primera Guerra Mundial (1918), Gran Bretaña fue la primera potencia del globo, gracias a la mastodóntica magnitud de su Imperio, surgido trescientos años atrás y extendido a lo largo de los cinco continentes. Colonias como la India, Nueva Zelanda, Irlanda, Canadá o Sudáfrica, entre otras, ejemplifican la soberanía del país anglosajón en dichas áreas, y su decisiva importancia en el marco de las relaciones internacionales. Históricamente, nos encontramos al término de los períodos victoriano (reinado de Victoria I de Inglaterra, 1837-1901) y eduardiano (reinado de Eduardo VII, hijo de la anterior, 1901-1910) y socioeconómicamente estamos en medio de la vorágine de la Segunda Revolución Industrial, sostenida por el auge del colonialismo británico.
Si bien ya hemos hablado de las letras inglesas en este trayecto de final del siglo XIX (ver artículo “Drácula: un mito inmortal”), añadiremos que, relacionadas con este movimiento expansionista, surgen, también, dos líneas de pensamiento divergentes que cristalizarán en sendas perspectivas literarias: una, la que simpatizaba con el colonialismo inglés, encabezada por el premio Nobel Rudyard Kipling (el célebre autor de “El libro de la selva”) y seguida por nombres como los de sir Henry Rider Haggard (“Las minas del rey Salomón) o Alfred E. W. Mason (“Las cuatro plumas”) y otra, la que se hallaba en la zona opuesta a tanto entusiasmo patriótico, y que ofrecía al mundo anglosajón una visión más sombría y descarnada del triunfalismo colonial, en detrimento de las heroicas aventuras de Kipling, Haggard y Mason. Aquí brilla la figura de Joseph Conrad.
Joseph Conrad (nacido Józef Teodor Konrad Korzeniowski en Berdyczów, antigua Polonia –hoy Ucrania-, 1857 – Bishopsbourne, Inglaterra, 1924), supuso, con sus oscuras novelas de “aventuras”, el reverso de las ficciones pro-británicas de Kipling. Los antihéroes de Conrad, torturados, dubitativos, ambiguos, arrogantes (como el despótico teniente Feraud, de “El duelo”, que comentaré en próximo artículo) parecen inclinarse siempre por una moralidad bastante alejada de las convenciones sociales de la época, y que será una de las marcas de la casa conradiana. Algunas de esas características son aplicables a Marlow y a Kurtz, los protagonistas de la más conocida de las obras de Joseph Conrad: “El corazón de las tinieblas”.
“El corazón de las tinieblas” es una de las novelas más anticolonialistas que se conocen, a la vez que uno de los estudios psicológicos más profundos y desoladores de los abismos humanos. La travesía que realiza Marlowe a través de un Congo devastado y deshumanizado, un auténtico infierno en el interior de África, en busca del enloquecido comerciante Kurtz, es una pesadilla demencial, más que una novela de aventuras, a la que la elaborada prosa de Conrad confiere un carácter alucinatorio y simbólico, con el fin de sacudir la conciencia del lector mientras se denuncia el salvajismo de las potencias europeas (en este caso, la Bélgica del rey Leopoldo II) para con los pueblos africanos.
Publicada por entregas en 1899, y ya en forma de libro en 1902, “El corazón de las tinieblas” se basó en la propia experiencia de Conrad como marinero durante los seis meses que estuvo viajando por la entonces colonia belga. Su demoledor alegato contra el colonialismo, su visión trágica y pesimista de la condición humana y su innegable calidad literaria sedujeron, primero a Orson Welles, quien quiso llevar la obra a la gran pantalla, y luego a Francis Ford Coppola, que se inspiró en ella para crear su película “Apocalypse now”, cambiando el Congo belga por Vietnam.